lunes, 27 de diciembre de 2010

Si tengo que hablar de viajes empezaré diciendo que prefiero viajar en tren que en autobús; y que prefiero llevar mochila a llevar maleta. Me admiro más con las personas que conozco en mis viajes que con los monumentos que visito. También aprendo más de ellas. Me encantan los nervios de antes de la partida, esa sensación de incertidumbre. Adoro sentir el cosquilleo en el estómago cuando el avión va a despegar, y, después, mirando por la ventanilla sentir que por esta vez tienen razón los que dicen que tengo la cabeza en las nubes. Cuando estoy lejos, dependo más de mi viejo cuaderno de viaje que del teléfono móvil, aunque eso angustie a mis padres. Para mí los viajes son desconexión. No entiendo a auqellos que cuando van fuera se pasa la vida fotografiando las cosas, interponiendo un visor entre ellos y la realidad, de tal manera que se convierten en espectadores pasivos de su propia película. Aunque tengo que reconocer que después de cada escapada disfruto mirando las fotografías en papel. Adoro sentirme turista en mi ciudad, y disfrazarme de ciudadano en la ajena. Mezclarme con la gente, saborear la verdadera esencia de cada rincón que visito. Necesito perderme por los callejones, huir de las rutas del turismo masivo y descubrir realidades paralelas. Siempre me ha asombrado como se transforman las ciudades de noche. Del mismo modo, siempre me asombraré de la capacidad que tienen de enervarme los controles de los aeropuertos, el tintinear de luces demasiado blancas, las mandíbulas crispadas de los agentes jurados mientras te atraviesan con sus rayos el cuerpo y hasta el alma. Si por mi fuera viajaría siempre en autostop. Aunque cambie el destino. Me invade el desasosiego cuando tengo que abandonar el que ha sido mi cuarto durante la estancia, es increíble como aunque pase el tiempo puedo recordar con exactitud el olor y la disposición de los muebles en cada habitación donde he pasado una temporada. Aunque tengo que reconocer que me encanta llegar a casa después de un largo viaje y absorber el olor del hogar. Es una de las cosas que más echo de menos cuando estoy fuera, junto a la comida de mamá y la comodidad de mi colchón. Las camas de los albergues suelen ser demasiado duras. Hablando de albergues, me encantan los que más tienen zona común, donde la gente bebe y charla cuando cae la noche. Se forman pequeñas, extrañas y efímeras familias que después se recuerdan con cariño y nostalgia. Compartir recuerdos es mejor que compartir duchas de agua fría. Pero hasta eso tiene su encanto. Un viaje es una sucesión de momentos intensos con gente con la que quizás sólo tengas en común que comparten contigo esos momentos. Y sin embargo, en muy poco tiempo los vínculos se crean son fuertes y especiales . Quizás sea porque el tiempo transcurre de forma distinta. Todo se siente con mayor intensidad, las horas se estiran y las relaciones se estrechan. Tengo grabado a fuego cada abrazo de despedida en cada estación, y guardaditas en un tarro que siempre llevo en la mochila, las lágrimas de nostalgia de hastaprontos demasiado utópicos. Odio tener que deshacer la maleta a la vuelta. Es como si claudicara de forma definitiva, es el amargo despertar de un sueño difuso, la vuelta a una rutina que aplasta en animo y desvanece los recuerdos. Dicen que al final cada vida es un viaje, y cada viaje es un sueño. Si tienen razón, sólo se que yo no quiero despertarme.

Bilbo. Mayo de 1977

Comíamos una sola vez al día. En torno a las 5 de la tarde, cuando despertábamos. Nos acostábamos siempre borrachos de vino barato cuando la noche, moribunda daba paso a un sol perezoso que desvanecía el embrujo de la madrugada. Cualquier cosa era posible si de verdad la deseábamos. Vivíamos rápido, sin pensar. Quizás quemamos etapas demasiado deprisa. La verdad, no nos importaba. La vida parecía una fiesta salvaje que nunca iba a acabar. Y nosotros bailábamos como peonzas locas hasta caer extasiados en cualquier colchón de ese viejo piso en la calle Esperanza. Por las noches nos enganchábamos a cualquiera que nos ofreciera un poco de alcohol y conversación interesante. Yonkis, pintores extranjeros, fanáticos de la Kale Borroka o gays cuarentones eran nuestros compañeros de aventuras. No llevabamos equipaje, no teníamos billete de vuelta ni más expectativas que vivir intensamente cada instante. Hablábamos todo el tiempo, nos reímos absurdamente, nos aprovechábamos de la gente. Cuando no estábamos en la calle, leíamos a Bukowski o a poetas de la generación Beat. Las conversaciones fluían anárquicas y nuestras ideas, tenues y sesgadas se enredaban como telas de araña en cada rincón del viejo salón. Entre calada y calada halábamos del conflicto vasco, de nuestras relaciones personales o de los sueños locos con la misma pasión. En aquel tiempo, Euskadi se perfilaba como el destino ideal para nosotros. Combatíamos el hastío vital con dosis de adrenalina que nos hacian volar. Violencia. Pasión. Pólvora. Cócteles molotov por las tardes, katxis de kalimotxo por las noches. Nos creiamos especiales, los últimos idealistas soñadores. Del mismo modo, ingenuos y vanidosos, creíamos que aquel verano sería eterno.

On The Road


El viaje comienza.